Ilustración: Nuevo. Sandra Betancort.
En mayo enfermó. En septiembre fue el diagnóstico: mortal e inminente, nos dijeron. En octubre pensamos que moría. En diciembre creímos que se recuperaba. Al finalizar enero no dábamos crédito al aguante de tanto dolor. Una noche, justo a mitad de febrero, finalmente se fue.
Recuerdo claramente esa noche. Fuimos llegando todos a casa seguros que no pasaría de allí. Supongo que él ya no tenia conciencia, entre tanto dolor y morfina. Su respiración era cada vez más dificultosa. No nos atrevíamos a permanecer mucho rato en la habitación, quizás por sentir que cada aspiración nuestra le quitaba el aire que sus pulmones luchaban por alcanzar, quizás porque nos podía la impotencia.
Pasada la medianoche el cansancio y la resignación nos fue venciendo a todos y cada quién terminó rendido de agotamiento o angustia en algún rincón de aquella casa, donde nos habíamos apertrechado durante los últimos meses para custodiar esa habitación de hospital improvisada en la recámara principal de la casa de los abuelos.
Por la madrugada me despertaron los gritos. Gritos del dolor más desgarrado que alguna vez he podido conocer: el de una madre que se despide de su hijo. De otro hijo que le quita la muerte.
Cuando entré a la habitación, mientras todos acudían solícitos a ese dolor ví, acurrucada en una esquina a su mujer, su compañera. Indefensa, vulnerable, sola. Instintivamente me fui hacia ella y la abracé aunque nunca antes hubiera sido de mi confianza. En esos momentos no hay desconfianzas, sólo dolor.
Tras el consuelo me tocó hacer las llamadas con la noticia a la familia que no estaba en casa. Entre ellos a su hijo, de 18 años. Mientras esperábamos –no sé bien qué o a quién, supongo que a la funeraria- por petición de mi madre traté de sujetarle con cordones la mandíbula para que no quedara con la boca abierta. “Que después que le haga el rigor mortis se la parten”, me explicó. Pero por más que me esmeré los nudos siempre se desataban, así que ante no tener nada más oportuno que hacer me quedé sujetando con ambas manos su mandíbula. Pude sentir como el calor abandonaba su cuerpo, como toda expresión abandonaba su rostro delgado, ojeroso, tan distinto a aquella cara afable y rellena de hacía pocos meses atrás. Ese tumor feroz se lo comió completo.
El frío de la muerte me entraba por los dedos, me subía por los brazos y me hacía entender que ya no lo escucharía más. Y así como se apagaba su calor corporal se apagaban mis sentidos y dejé de oír, de oler, de hablar, de sentir, de ver. Hasta que llegó su hijo. A él lo vi.
Seis años después lo miro de nuevo, ahora caminando a mi lado en Madrid y es como ver a su padre. Y con mis sentidos bien encendidos lo escucho, aunque haga silencio, lo siento, aunque permanezca a prudente distancia, le hablo aunque no sepa bien de qué. Seis años después.
4 comentarios:
He tenido esa experiencia de ver el deterioro y la muerte. También la experiencia de verlo vivir en recuerdos y en otras caras.
Tengo el corazón encogido, pero no sólo por leer estas últimas palabras que nos regalas. Lo he sentido en todas y cada una de tus reflexiones: Salúdame al mar; Vuelves; La niña de los brazos largos; Cuestión de fechas, Otoño... y tantos otros. Una de mis tareas era "leerte" y te "he leido", te he disfrutado y te he reconocido en cada palabra. Gracias a ellas eres capaz de despertar los sentimientos y los sentidos, por favor sigue regalándonos muchas más.
Otra vez me has hecho conmoverme, emocionarme....parecía que estaba allí, viviéndolo contigo...y no he podido evitar recordar la única experiencia que viví tan de cerca...la muerte de mi padre...y cómo me impresionó verle sin vida, con la expresión tan cambiada, el cuerpo tan frío...Creo que entonces fuí consciente de lo dura, desgarradora, despiadada que es la muerte cuando llega. Por eso quizá también te admiro tanto...haberla visto tan de cerca tantas veces tiene que dar una fortaleza especial...
Ahora, seis años después, la vida, a través de tí, me da la oportunidad de conocer a su hijo, luchando por sostener a su propia familia. Gracias.
Qué fuerte, me parecio ser tu y tu ser yo.
Un abrazo
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