Mis silencios suelen ser perturbadores, o al menos eso me han dicho, reiteradas veces. Y de verdad, no puedo evitarlo. No sé cómo, ni quiero saberlo, por ahora.
Tony de Mello escribió que el silencio es la ausencia del ego.
Ahora que trato de pensarlo, creo que cuando hago silencio es porque trato de callar mi ego y activar mis cinco sentidos en ese instante. En un aquí, en un ahora, únicos. Los cinco sentidos.
Al tratar de hacer memoria me viene una fecha muy concreta: madrugada del 15 de febrero de 2000. Mi tío Beo acababa de morir, luego que todas sus funciones vitales, de última la respiración, se apagaran gracias a ese tumor voraz que se lo estuvo llevando durante casi un año. Hechos los anuncios de rigor a la familia, en esos instantes de desconcierto en los que sabes muy poco qué hacer, mi madre se empeñó en evitar que le hiciera el rigor mortis con la boca abierta, así que me di a la tarea, con unos rudimentarios cordones de zapatos –lo primero que encontré a mano- de sujetar su mandíbula. “Para que no se la quiebren cuando lo preparen”, decía mi madre. Absurdo, pero en momentos como ese cuesta mucho no serlo.
La fórmula no funcionó, así que no encontré mejor remedio que sujetar con mis manos su rostro. Lo miraba, lo miraba muy atentamente, mientras mis manos iban sintiendo cómo el calor abandonaba para siempre su cuerpo, reducido a la mitad por el tumor. Y sentí cómo la muerte lo helaba a él y a mis manos.
Olía a medicamento, escuchaba a lo lejos los sollozos de mi familia y saboreaba la amargura de las pocas lágrimas que se me escaparon con la noticia. Yo hacía silencio. Con mis cinco sentidos experimenté ese instante alto y claro. El ego sobraba, en ese momento y en otros. Mis sentidos me lo decían muy elocuentes.
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