Ilustración: Ídolo eterno. Auguste Rodin.
Sólo le escucho. Un timbre arisco y cortante, que consciente o inconscientemente se arrastra, hasta hacerse rasgado y obtuso a ratos. Aunque, en medio de la conversación –y de algún otro silencio- se delata, y entonces la calidez prima. Esa calidez se ha vuelto, para entonces, una niebla densa y confortable, que se me antoja muy parecida a la ingravidez del agua.
Él irrumpe en el silencio de ojos abiertos de mi noche. Entonces, yo cierro mis ojos y así, ingrávida me dispongo a la conversación, al debate dialéctico, a la confidencia sin preámbulos y extrasecaporfavor o al juego erótico, según nos lleve el ánimo, las palabras o los silencios, lo que nos arrebate primero.
La sensualidad suele ganarnos la partida. Se apodera de la madrugada y se instala con un ir y venir de tentaciones. Qué más da quien comienza si ambos culminamos en la piel del otro.
Y una vez más, meridianamente, el deseo entra por el oído derecho, hace una trenza que sale de mis labios, se enreda entonces entre mis cabellos y el cuello para salir de nuevo encendiendo mi pezón izquierdo. Su boca, al auxilio, busca apagar incendios. Un incendio en cuatro metros cuadrados de piel.
La mía, mi boca, se solidariza con la suya. Y así, en un diálogo cómplice y sin tregua, conversan animadamente.
Yo, para escuchar mejor, cierro los ojos.
1 comentario:
Hermoso...extrañaba esto
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