viernes, 15 de septiembre de 2006

Nuez moscada

Ilustración: Lala y yo. Foto familiar.

Cuando sea grande quiero ser como ella. Eso lo sé desde niña, y de adulta.
La cotidianidad peculiar de nuestra familia nos convirtió en hermanas, aunque el vínculo consanguíneo dijera otra cosa, pero siempre hice oídos sordos a ese tipo de convencionalismos. Yo quería ir a su lado, vestirme como ella, urgar en sus cajones, y a pesar de su fastidio, típico de los hermanos mayores, yo, siendo menor, siempre me salí con la mía.
Solíamos bailar, durante horas bailar, con coreografías improvisadas entre nuestras paredes hechas con tablones de madera y piso de cemento pulido, con el tocadisco para longplays de vinilo que existió desde siempre en casa como artículo de primera necesidad.
Por circunstancias inesperadas compartimos esos años de juventud –ella ya en la veintena, yo aún en medio de mi precoz adolescencia- y yo podía llegar tarde a casa porque andaba a su lado. A su lado aprendí a vivir en comunidad, porque “Dios estaba con nosotros”, y eso me significa, explica mucho de lo que he sido y soy, aunque ahora prefiera escribir dios en minúscula.
Cuando crecimos y un día descubrí que éramos adultas, me maravillé una y otra vez de su fortaleza y templanza para luchar por ese bienestar familiar que asumimos como vocación y aprendimos por imitación.
La mirada de esa niña tímida y callada dio paso a la mujer con el carisma capaz de espabilar hasta los más despistados y organizar con una sola mano todo sueño posible.
Ella todo lo hace posible. Su trabajo de hormiga en todo lo que hace delata su sangre wayúu, gente de arena, sol y viento, que llevan adentro la moral del desierto, grandes artesanos, comerciantes y luchadores incansables.
Como artesana ha tejido una solidaridad irrestricta todos estos años conmigo, y siempre he sabido que podía fallarme todo, incluso yo misma, todo menos ella. Siempre ha estado allí. Y por eso ahora quiero que esté aquí, aunque sea prestada por unos días, y poder mostrarle el regalo de Madrid y sus calles.
Tenerla aquí y hacerle sonreír una vez más con mis chistes y anécdotas –aunque se tome su tiempo en entenderlos- será como espolvorearle nuez moscada al arroz con leche recién hecho, como lo hacía la abuela: será sencillamente perfecto.
Siempre, pero en particular hoy, ella es una bendición que camina. Y cuando la escucho reír es como si le hicieran cosquillas a mi alma.

PD: “… ya los pajaritos cantan, la luna ya se metió”.

2 comentarios:

Busaquita dijo...

¿Sabes Canela? siento envidia... ojalá algún día fuera merecedora de un texto como este. Sería una realización. es hermoso, además. Que rueden las lágrimas y también las risas.

Liliana dijo...

Vaya que me has hecho recordar cosas bellas, que siempre las hermanas menores se salen con la suya, difiero de ti, jeje! El arroz con leche, que rico! y la foto, me parece ver hojas de plátano por todos lados.

Aunque no sé quien eres, gracias por tus escritos.
Saludos!