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Uno soñó al otro y viceversa. Ahora, materializados ambos, se tenían delante. Ya se conocían las sensaciones, de allí que todo fuera tan natural y espontáneo como quien se ha visto toda la vida. Él trataba de no dejar perder su mirada en el fetiche de su cuerpo en un esfuerzo kantiano. Pero ella, sin pudor, no le quitaba la mirada y el deseo de los labios aunque hablara de ajedrez.
Ella había soñado con un hombre noble, de un ingenio prodigioso, con la sensibilidad de quien ha ido -y vuelto- más allá de sí mismo, con la pasión en la mente y el cuerpo a partes iguales por la vida, por el día a día, por el prodigio de los amigos, por ella. Alguien que supiera recibir pues tenía bien aprendida la lección de dar tan irrestrictamente como le dictara su generosidad. Un hombre que entendiera la liberad propia y ajena como ese espacio que se comparte con la voluntad y se respeta por el amor. Alguien que llevara su propio cuerpo y su propia mente adónde lo llevaran sus sueños y su curiosidad. Un hombre que viera la mujer que ella era.
Para él, ella resumía todo lo hermoso, la abundancia. La grandeza de su alma arropaba sus más optimistas esperanzas. La agilidad de su ingenio lo llevaba al cielo y una vez que había cosechado allí arriba lo bajaba a la tierra para hacerlo realidad en el aquí y el ahora. Su sonrisa le reinventaba su concepto de luz, y su mirada le recomponía el alma cada vez que a éste lo atrapaba la inquietud, la preocupación o el agobio. Su verbo –el de ella- le arañaba la curiosidad y le amarraba el interés. Sus valores la hacían aún más valiosa para él. Él la había soñado hecha varias mujeres, pero la había encontrado en una, en ella, augurio de sueños posibles. Y ella lo veía como el hombre que era.
Se prometieron la compañía, sin prisas pero sin pausas. O con ellas, cuando así fuera necesario.
(Extracto de “Después del silencio”, relato en construcción).
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